Cuando Julio César cruzó el Rubicón para dominar el mundo conocido, no pensó en que estaría poniéndole los laureles al queso.
Julio César quizás pensó en cubrirse de gloria por mucho tiempo, incluso él mismo escribió La guerra de las Galias, pero ni siquiera una mente tan amplia como la suya podría vislumbrar todas las consecuencias de sus actos.
Cuando lanzamos una piedra con fuerza hacia el centro de un lago quieto y tranquilo, podemos ver las ondas expansivas provocadas por su golpe en el agua.
Pero no podemos ver qué tan lejos van esas ondas, ni qué tan hondo se hunde la piedra.
Tampoco lo sabríamos si en lugar de una piedra lanzáramos un queso.
Sin embargo, cuando Julio César afianzó el dominio de Roma y estableció la Pax Romana, abrió amplios caminos y rutas seguras para el comercio de todo el mundo.
No lo olvidemos: en ese tiempo no había refrigeradoras.
Muchos alimentos perecibles no podían ser transportados en los largos viajes por tierra o mar.
Pocos alimentos no perecibles son apetitosos.
Excepto por el queso; si los hombres hubieran de prosperar en sus negocios y, a la vez, comer rico en los viajes, deberían llevar queso.
En los nuevos confines del mundo buscarían otros quesos para llevarlos en el viaje de regreso, para comerlos o compartirlos en casa.
La curiosidad por los nuevos sabores atizaría la curiosidad de los viajeros y traerían además nuevas recetas para hacer quesos.
El queso romano entonces se volvería riquísimo, en propiedades y sabores.
El dominio de Roma dibujaría nuevos mapas, pondría nuevos nombres a los pueblos y a las cosas.
¿Y al queso? Lo coronaría como Caesus, de donde lo llamamos nosotros queso en nuestros días.
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